Llegué a palacio. Todos los miembros de la corte se hallaban reunidos allí. No hizo falta dar explicaciones, pues todos sabían lo ocurrido. Rebosantes de júbilo por mi logro, me vitoreaban, me alababan, aclamaban mi nombre. El reino entero compartía la euforia de mi victoria, de la imposición del orden y el equilibrio ante el caos. Era tal la emoción que nadie se preocupó de sanarme las heridas.
El pueblo festejaba el que pasó a ser el Día del Recuerdo. La música inundaba las calles de alegría, las mujeres bailaban, los hombres bebían, los niños correteaban unos detrás de otros. Aquella gente, por fin, después de tantos años de represión, de caos y de angustia, era libre. Tenías que haber visto a padre bailar con el tabernero en la fuente de la plaza. Nunca le había visto tan feliz. Madre, sin embargo, vino a buscarme a mi habitación, decía que el pueblo quería agradecerme lo que había logrado. Tuve que negarme. Había perdido demasiada sangre y demasiada energía, tanta que a duras penas pude curarme y coserme las heridas, aún sangrantes.
De esto hace ya más de 12 años. Las heridas curaron, dejando unas finas cicatrices por todo mi cuerpo. El Día del Recuerdo se hizo mi día oficial. Cuando padre y madre murieron, fui proclamada reina. Me casé con el líder de los legendarios guerreros de las tierras áridas. Se podría decir que todo volvió a la normalidad y que todo el reino vive feliz y en paz.
Pero cada noche desde el primer Recuerdo, en sueños, revivo aquella batalla. El sabor de la traición, el miedo, la envidia, el dolor, el filo de la espada abriendo de nuevo mis heridas.
Y al despertar, como cada mañana, vuelvo a coserlas.